Los argentinos solemos decir que si nos vamos por una semana al exterior, volvemos a otro país. Pero si nos vamos diez años, volvemos al mismo. A los mismos viejos problemas. Cambios vertiginosos en la superficie, congelamiento histórico en la profundidad.
Un grupo de periodistas argentinos nos encontramos en la asamblea anual de la Sociedad Interamericana de Prensa y comentamos esta idea. La organización más representativa de los medios del continente lleva adelante su reunión anual más relevante en estos días en Punta Cana, en los que la Argentina exhibe una aceleración histórica en todo su esplendor. La SIP vuelve a República Dominicana después de casi una década, un período que sirve para pensar cuánto de continuidad y cambio conjuga nuestro presente.
En abril de 2016, el mes en que se hizo la primera reunión de la SIP en Punta Cana, había presidentes, como Daniel Ortega en Nicaragua, que siguen ocupando esos cargos hoy. El otro es Nicolás Maduro. María Corina Machado, flamante Nobel de la Paz, en este 2025, nos manda desde la clandestinidad un mensaje en la que vaticina un pronto final a su presidencia.
En 2016, Juan Manuel Santos, otro Nobel de la Paz, también periodista y ex miembro de la comisión de libertad de prensa de la SIP, ocupaba la presidencia de Colombia. En abril de ese año vivíamos la inminencia de la primera presidencia de Donald Trump, en la que ya como candidato anunciaba los conflictos con la prensa que marcarían su gestión. A diferencia de lo que ocurre en su actual mandato, en ese entonces el magnate enfrentó la resistencia de los gigantes tecnológicos. En enero de este año, los directivos de esas empresas le rindieron pleitesía en su acto de asunción, como símbolo de una alianza que oscurece, como nunca antes, las perspectivas democráticas en Estados Unidos y en el resto del mundo. El histórico faro de las libertades pierde rápidamente su capacidad de iluminar.
En 2016 se debilitaba la ola bolivariana. Después de nueve años, el ecuatoriano Rafael Correa transitaba los últimos meses de una presidencia que sería sucedida por su vice Lenin Moreno, quien giraría hacia el centro, a contracorriente del legado de su antecesor, al que le aguardaba el ostracismo. En Brasil, Dilma Rousseff se encaminaba a su destitución. Evo Morales, en Bolivia, después de una década en el poder iniciaba una etapa que concluiría con su dimisión.
Un discurso hostil, acompañado de acciones persecutorias contra periodistas, recorre el continente en 2025. El colombiano Gustavo Petro, el salvadoreño Nayib Bukele y el cubano Miguel Díaz-Canel son mandatarios propulsores de este clima. Más de 20 periodistas están encarcelados en Venezuela, Nicaragua y Guatemala. Más de 300 colegas de estos países debieron exiliarse y, en muchos casos, abandonar su oficio. El narcotráfico también genera víctimas en el periodismo. En Honduras, fue asesinado el periodista Javier Hércules Salinas. Raúl Celis, en Perú.
En la Argentina, en 2016 Mauricio Macri arrancaba una gestión que atraía la atención de la región como un experimento para recuperar parte de la institucionalidad perdida en los años kirchneristas.
El fenómeno barrial a la distancia
Una década más tarde, las preguntas de colegas de más de 20 países con los que nos encontramos en la SIP giran en torno a dos escenas del presidente Javier Milei: el concierto de rock de la semana pasada y la visita a la Casa Blanca del martes. A los que vienen de países más alejados culturalmente del nuestro les cuesta caracterizar políticamente el fenómeno. Al igual que Macri, identifican que ambos se postularon como vehículos para dejar atrás la era K, en un caso con un foco puesto en la regeneración institucional y en el otro en la recomposición del equilibrio económico. Lo que desconcierta a la mirada extranjera es la embestida del mileísmo contra los mismos medios y periodistas a los que atacaba Cristina Kirchner durante su presidencia con el uso de un discurso muy similar e incluso más agresivo. “No odiamos lo suficiente a los periodistas” es la frase que más los impacta por su incitación implícita a ir más allá de la violencia verbal.
Converso con Jon Lee Anderson, el célebre cronista del New Yorker, para muchos el mejor del mundo, sobre el perfil que escribió del presidente argentino después de pasar varios días en Buenos Aires. Lo curioso, cuenta, es que Milei fue el primero en tuitear la imagen de un artículo que era muy crítico. Pero no era el contenido lo que importaba al presidente y sus seguidores sino destacar el hecho de que uno de los medios más prestigiosos del planeta había posado su atención en él. “Fenómeno barrial” decía irónicamente Milei.
Michael Greenspon, directivo de The New York Times, quien acaba de ser electo vicepresidente de la SIP, conoce muy bien cómo Trump usa a la perfección esa estrategia que aprendió en el mundo del espectáculo y el entretenimiento. No importa que hablen mal de él, lo importante es que hablen, y mucho. Para eso, simplemente, hay que dar que hablar.
The New York Times es uno de los pocos -dentro de los grandes medios de su país- que logra resistir de pie los ataques del trumpismo, llevando adelante profundas coberturas y rigurosas investigaciones sobre el debilitamiento progresivo de la institucionalidad norteamericana.
Ímpetu perdido
El presidente norteamericano ha demandado por decenas de miles de millones de dólares -montos superiores a las valuaciones de las empresas demandadas- a cadenas televisivas y diarios que han optado por negociar o bajar la cabeza. The Washington Post, el histórico competidor del Times que actuó como contrapeso de los excesos del primer Trump cuando el medio era conducido por el mítico Marty Baron, hoy ha perdido el ímpetu de esos años con un Jeff Bezos -el dueño del medio- que se ha sumado a la condescendencia -en ciertos casos, connivencia- de sus colegas tecnológicos.
En el medio del Caribe, Haití y República Dominicana comparten la isla La Española, con una superficie total casi idéntica a la de la provincia de Entre Ríos. En ese espacio caben dos mundos. Hay uno al que todos conocen y quieren ir. El otro es un lugar que nadie quiere mirar. El país más pobre del hemisferio occidental es el vecino del que tiene una de las economías de mayor dinamismo de América latina. Un pedazo de África dominado por bandas criminales limita con un paraíso tropical hiperseguro, visitado por once millones de turistas al año. Esa es también la cantidad de habitantes de cada lado de la frontera que divide la isla. Simetrías que imponen la pregunta, que no termina de responderse, sobre las causas de ese contraste.
La imagen que muestra un mapa satelital lo resume. La mitad de la izquierda es un desierto; la de la derecha, un bosque. Nos lleva a pensar en el papel que jugará el periodismo en el futuro de nuestras sociedades. Podrá albergar democracias moribundas por deshidratación en desiertos informativos o reviviendo en un ecosistema frondoso nutrido por el flujo libre de ideas y hechos chequeados.
Desde esta isla, representantes del periodismo de todo el continente reflexionan en estos días sobre los desafíos de su oficio y las perspectivas de sus países. Algunos, como el nuestro, sufren la velocidad de un cambio que modifica en horas el color de su horizonte.